Recuerdo en mi niñez, cuando llegaban las esperadas vacaciones,
la familia se desplazaba al pueblo de mi madre (años hace) a “veranear”. Lo
cierto es que en el pueblo se comía de la matanza del cerdo, que todos los
años con una cierta ceremonia sacrificaban, para hacer aquellos exquisitos
embutidos. Pero ocurría que a mi no me gustaban aquellas señoriales morcillas,
porque el sabor era diferente al que estaba acostumbrado en la capital. La
explicación era simple, el niño se había acostumbrado a comer “mierda” y un
huevo recién cogido del gallinero le sabia raro.
Pues bien, hoy con mis 82 años, recordando aquellos años, tengo
la sensación de estar viviendo en mi España, la misma sensibilidad que en mi
pasada infancia en el pueblo. Acostumbrado a la mentira, a la corrupción, a la
libertad de expresión que acoge todo lo decible como normal, y a todas las aberraciones habidas, creando
tribus progresistas con un anarquismo propio de la idealizada II República.
Injiero toda esta mierda como algo natural y otra cosa sería hasta rechazable
por no conocida. Habría que volver al pueblo y durante un par de generaciones...
o tres, comer aquellas sabrosas morcillas. Igual a decir empezar de cero en una
educación racional donde un joven o “jovena” supieran algo, de quién fue Felipe
II o los puntos cardinales de nuestra España única e indivisible.